Tengo un pan.
Es una hogaza, pequeña, oscura, con un color y una textura única.
Quizás, por como ha sido amasada.
Te diría, por compromiso, si quieres un poco, pero no debo.
Ni quiero.
Porque es mi pan.
Y lo guardo como un tesoro.
Está vestido con su paño blanco, y su bolsa de algodón, especial para guardar panes. Desde ese lugar protegido, me espera cada mañana, para compartir conmigo un desayuno único.
Pan tostado y caliente, con su aceite deslizandose sobre él.
Y nueces abiertas en ese momento.
Y zumo de naranja exprimido por mi misma.
Y muesli.
Es un desayuno tan especial, que me hace levantarme cada dia, diez minutos antes, para poder disfrutarlo con la calma que se merece. Con ese ánimo que parece que solo se tiene los domingos, y que, cuesta asentar en un dia de entre semana.
Pero merece la pena.
El problema que se me plantea es... que mi pan se terminara.
Me he planteado la posibilidad de congelarlo. Y conseguir así, sacando cada fin de semana, una rebanada, que se alargue mucho más en el tiempo.
O el comer menos cantidad.
O el comerlo un dia no y uno si.
Pero he decidido que no.
Mi pan durará, lo que tenga que durar.
Porque aunque se termine, siempre habrá dos cosas que permanezcan.
Su olor.
Y el recuerdo que aquel pan que tuve.
Esa hogaza pequeña, amasada de una manera tan especial.