La ventana del antiguo hospital para tuberculosos me muestra cada tarde cielos que se tiñen de rosas, malvas y azules. Isak Dinesen me ayuda a pintarlos de África.
Mis noches se cubren de rostros igual que la noche africana se llena de estrellas y de movimientos furtivos, y de la intuición de pequeños ojos, huellas de moradores invisibles.
Sólo que allí existe un equilibrio tácito entre vida y muerte. Y aquí las fieras son quizá más descarnadas.
Sus víctimas más jóvenes y hermosas se van a casa con heridas invisibles de muerte y sin probabilidades de sobrevivir en esta realidad salvaje, mientras las presas mas fáciles, las más desgastadas, llenas de surcos y huellas y arrugas siguen arrastrándose por esta estepa aséptica, de árboles metálicos y ríos entubados.
Y pienso si también en África querrán creer en los milagros.