Seis de la mañana.
Otro asiento de autobus.
Otro recorrido.
Otro viaje.
Hay poca luz en el autobus.
Y muy pocos los que nos aventuramos a viajar en horas tan tempranas.
Me acomodo en mi asiento, disfrutando de no tener que compartir con nadie al lado, ni el espacio, ni el tiempo, ni la charla.
Se sienta delante de mí, una mujer musulmana.
Me fijo en la tela de su pañuelo, en su estampado colorido y alegre. Un toque de color, en medio de esa oscuridad que aún no se pelea con los primeros rayos de sol.
Veo como se coloca bien la ropa y se cubre por completo los pocos mechones de pelo que escapan de ese arco iris que la viste.
Mira hacia un lado.
Coloca su cuerpo mirando hacia allí. Y comienza sus oraciones.
Su perfil queda justo entre el hueco de los dos asientos, y no puedo evitar mirarla.
Junta las manos y se inclina. La veo mover sus labios en una cadencia de palabras, indescifrables para mí. Sus ojos permanecen cerrados, y su expresión indica que su mente está en otro lugar muy diferente a éste.
Me siento como una intrusa, con esa sensación interna de estar en un lugar o un momento, que no me corresponde, que no es mio.
Pero no puedo marcharme.
Y no tiene sentido que me ponga en otro lugar.
Asi que, opto por hacer, lo único que creo que es oportuno.
Orar con ella.