12 agosto 2013

El aleteo de la espera

La vida nos había encontrado en tiempos de luchas y cruzadas. Cuando las ilusiones forman parte de cada paso dado y se sueña con cambiar algo distinto a nosotros mismos.
En un pequeño bar, lleno de humo, alcohol y vida, me susurró que no recordaba cuando comenzó.
Pero que después de tantos años, sí que sabía identificar muy bien los síntomas: la excitación, el pellizco en el estómago, el ligero temblor de mano al coger las llaves...
También sabía por qué odiaba los domingos. Y las vacaciones. No le permitían llevar a cabo su ritual.


Amaba los instantes previos.
Volver a casa al mediodía. Entrar en el portal...y comenzar a acercarse. Algunos días, muy despacio,  saboreando el momento. Otros, con ansiedad, con rapidez, sintiendo el palpitar del corazón.
Viviendo con intensidad, esos escasos segundos que le daban sentido a cada día.

Abrir el buzón.
Con la misma ilusión que un niño.  Con la misma esperanza que un viejo.
Respirar la espera.
Cada día,  de cada semana,  de cada año.
Esperar...algo.
Lo inabarcable contenido dentro de un pequeño rectángulo de papel blanco, con su propio nombre escrito en él.
O un pedazo de mundo retratado en una instantánea y detenido en sus manos.
Algo que susurrara un cambio, una puerta, una intención, un batir de alas, una bocanada de deseo...
Esperar.
Esperar.




El martes, frente a un vaso de te helado, con el olor de cipreses de fondo, y una suave brisa moviendo con suavidad la ropa tendida en las ventanas, con una sonrisa teñida de silencio y posibilidades, y los ojos llenos de palabras no pronunciadas, me entregó, envueltas en un pequeño pañuelo blanco de seda, las llaves de su buzón.
Después, se alejó calle abajo entre las sombras de los castaños y las alas de pequeñas mariposas blancas.