15 diciembre 2013

lo invisible


Él estaba sentado a la puerta de la hospedería.
Su hogar a su lado, en forma de mochila, envejecida y desteñida por miles de lluvias.
Su acento, mestizaje de fronteras, dificultaba a ratos el entender las razones que le empujaban a querer recorrer la via de la Plata.
Juntar Sevilla y Santiago, en pos de un rumor interno que le hacía querer contemplar las vias de tren que se vistieron de cristales rotos, hierros y lágrimas. Lágrimas semejantes a las que querían brotar de sus ojos al imaginar su camino.

Y ante un bocadillo compartido, lección increíble de generosidad. La de aquel que da, cuando no le sobra. La que solo puede brotar de los pobres.

Ella se sentaba a la puerta del supermercado.
Parte de su hogar, en el carro que le acompañaba como grito mudo de esperanza, como boca abierta esperando el alimento para sus hijos, pajarillos en el nido.
Su color contrastaba entre el ir y el venir de la gente y sus compras. Sus ojos sin más sueños que algo que llevar a casa. 
Y en un momento, esa boca sin dientes, historia no hablada de lo mucho sufrido, iluminó la calle. Sonrisa de Dios que brotó al contemplar los pasitos y saltos, de una pequeña niña rubia que pasaba junto a ella. Sus ojos tras la blancura de la niña, su propio cuerpo pareció cobrar vida, en ese impulso de madre universal, de hacerse abrazo con el indefenso e inocente.
Lección de belleza emocionada y vibrante, de un corazón vivo, con capacidad de contemplar y ver.


Ambos similares a la belleza y la pobreza de las últimas hojas amarillas de los chopos. Invisibles porque no hay ojos que se paren a contemplarlas.