30 septiembre 2013

circulos cerrados

Volví allí.
No quise evitar la tentación de hacerlo, ni el regusto agridulce del contraste entre atracción y rechazo que me producía el estar ante la puerta.

Nada era como aquel día y sin embargo todo estaba igual.
Faltaba el olor a castañas y bufandas y frio. Los colores apagados y las hojas caídas, se habían transformado en flores estampadas, amarillos vibrantes y faldas muy cortas.
El cielo en lugar de gris, estaba azul.
Y mi andar, en esta ocasión, era menos ligero.

Sin embargo, las baldosas eran las mismas, el edificio seguía deslucido, mostrando capas de pintura que a modo de arrugas los años le habían ido dejando. La puerta seguía conservando ese encanto de la madera con historias incrustadas.
No estaba aquel camarero con acento a tierras extrañas. Ni la pareja que parecía llevar años discutiendo sobre la vida de alguien ajeno a ellos.

Miré, y vi que la mesa estaba libre
Me senté en el mismo  lugar, en la silla de madera añeja, desvencijada, cerca de aquella vidriera que bañaba el suelo de extraños tonos. Con las fotografías en blanco y negro llenando las paredes como pequeñas ventanas al pasado y el olor del aceite y del café danzando en una atmósfera propia.

Cerré los ojos.
Extendí la mano por encima de la mesa, hacía la silla que estaba enfrente de mí.
Y deje que comenzara a deslizarse por mis labios, un reguero inmenso surcado por todas las preguntas que seguía reteniendo dentro, las afirmaciones que pesaban, los perdones y excusas, agradecimientos y compasiones. Todos los días no vividos.

Me vacié.
Hasta que me sentí extrañamente ligera y hueca.
Hasta que pude volver a pronunciarme. 
Y sentir la desnudez de mi nombre balbuceado esta vez, tan solo por mi propia boca.