Un vagón.
Una madre sentada, con su hija, de unos seis u ocho meses en brazos.
Tiene la mirada perdida en el suelo. Ni una sonrisa se esboza en su boca ni en sus ojos.
La pequeña mira todo con atención. Se fija en cada rostro que distingue. Sonrie, con esa alegría desbordante que solo pueden sentir los bebés.
De pronto, detiene su recorrido.
Sus ojos se han encontrado con otros. Los del anciano que está sentado justo al lado.
Ambos se contemplan durante un par de segundos.
Y dos sonrisas despuntan a la par.
Dos sonrisas muy distintas.
Cansada del recorrido la una, abierta al horizonte la otra.
Entre ellas, el camino de la vida que compartimos todos.
Y en medio, la mirada de la madre, que sigue en un punto infinito e invisible de algun subsuelo interior.
La mano de la niña se alza, buscando al anciano. Él levanta la suya, y la agita saludando a la niña.
Cuando la madre se percata del gesto, hace un gesto mínimo pero perceptible, de retirar a su hija de esa corriente de cariño.
Y el anciano vuelve su mirada a otro punto cualquier, de ese suelo infinito donde se pierden las miradas y las almas.